UN ESCARMIENTO




Natalia llegó a casa arrastrando los tacones. Pesaban tanto, al final de la jornada, que dejaba con ellos diminutos surcos en el suelo. Su trayectoria le recordaba a un cuento, ¿no era Pulgarcito el que tiraba miguitas de pan para marcar el camino de regreso? ¿O era Garbancito? Sacudió la cabeza; a esa hora deliraba. Llevaba en pie demasiado tiempo. El despertador, como un maldito maníaco, la despertaba a las cinco por lo que, a mediodía, ya no podía ni con su cuerpo ni con su vida.

El ritual era mecánico a partir de ese momento. Soltaba de cualquier manera las llaves, el bolso y el abrigo; evacuaba un pis rápido de alivio y engullía comida recalentada. Después, por fin, llegaba su momento favorito: repantigarse en el sofá para relajarse y echar una cabezada.

Al apoyarse en el cojín, sintió una sensación tan placentera, que un hilillo de baba se le escurrió por las comisuras. No llevaría ni cinco minutos levitando cuando dos sonidos simultáneos la sacaron del sopor. Fue tan grande el susto que su cuerpo dio un respingo, terminando de bruces en el suelo. Trastabillando cogió el móvil de la mesa y, mientras escupía palabras soeces por no haberlo silenciado, derrapó hacia el telefonillo de la cocina.

-¡Si! - contestó casi gritando. 
-¡Paquete de Amazon para su vecina! Nos dice que se lo podemos dejar a usted.

No necesitaba más información. Sin mirar la pantalla, deslizó su dedo, rabiosa, para colgar la puñetera llamada.

Un calor lacerante reptó por su espalda, mientras notaba, literalmente, cómo le entraba en combustión espontánea la sangre. ¡Se acabaron la paciencia y los buenos modales! ¿Cuántas veces le había estropeado una siesta la idiota de al lado? Se lo había explicado amablemente en muchísimas ocasiones. Tenía un trabajo muy estresante, de gran responsabilidad, madrugaba y ese era el único ratito del día en el que se podía permitir desconectar. 
Pero, ni por esas. Tres días a la semana, como mínimo, ocurría lo mismo. Llamadita para avisarla de que no estaba en casa y que, por favor, recogiera un envío: libros, utensilios de cocina, artículos de maquillaje, cremas o cualquier memez por el estilo. Esa actividad de compras compulsivas se desmadraba en las fechas navideñas. ¡Ay! Entonces, el interfono y su cordura lloraban de pena. 

Dos pitidos la sacaron de los pensamientos asesinos que invadían su cerebro: "Natalita, corazón, te tiene que estar a punto de llamar un mensajero. ¿Qué dirás que me he comprado? ¡El Satisfyer!". Cerraba el mensaje con un millón de emoticonos llorando de risa y con otros tantos de la señora bailando flamenco. 
La bilis, ácida, le subió hasta la boca. La mordió con saña, como si fuera un caramelo masticable. Definitivamente, esa mujer era insoportable. Encima se creía graciosa, una súper amiga y no llegaba a simple conocida de escalera. 
Hasta que una sonrisa malvada usurpó su gesto enfadado. Esta vez le iba a dar un escarmiento. 

Animada, abrió la puerta al repartidor y recogió la entrega. Una vez dentro, procedió a abrir con cuidado la caja para extraer el aparato. Llevaba bastante tiempo queriendo comprobar si era tan maravilloso como lo describían sus compañeras y, mira por donde, saldría de dudas en unos minutos. Segundos, si era tan especial como se rumoreaba. 
Se tumbó de nuevo, tomando la posición adecuada para el evento, y una carcajada escapó de su garganta. ¡La cara que se le iba a quedar a Maite, cuando viniera a por su juguetito!

-¡Uy, Maitechu, corazón! Perdona que te lo haya abierto. Estaba tan preocupada por si alguna mala conexión te electrocutaba, que lo he probado. Estate tranquila. Funciona perfectamente. De nada...


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