EL CRUCERO
—Mariví, querida, ese vestido te sienta como un guante. ¡Estás fabulosa! —Eeeeh... Gracias, señora. Ya sabe que es uno de mis favoritos. Me encanta la tela y su caída es... —¿Dónde tenías la cabeza, ahí tan callada? —la interrumpió sin detenerse a escucharla. —Pensaba, señora, que es una pena que en las últimas horas haya refrescado —musitó sujetándose con cuidado el sombrero—. Con el tiempo tan agradable que nos ha acompañado durante todo el viaje... —Si, es cierto querida. Se está levantando viento, además. Temo resfriarme. Creo que deberíamos regresar al camarote y terminar de hacer el equipaje, ¿no lo crees así, Mariví? Mariví asintió, dejando escapar un suspiro imperceptible. Entendía a la perfección el contenido singular de esa frase en plural y de apariencia amable. Ella debía regresar al camarote a recoger los equipajes de ambas, ya que era su responsabilidad. Una de tantas. Llevaba casi un año al servicio de doña Carmen y aún no se había acostumbrado a su rango servil. De hec