EL CRUCERO



—Mariví, querida, ese vestido te sienta como un guante. ¡Estás fabulosa!

—Eeeeh... Gracias, señora. Ya sabe que es uno de mis favoritos. Me encanta la tela y su caída es...

—¿Dónde tenías la cabeza, ahí tan callada? —la interrumpió sin detenerse a escucharla. 

—Pensaba, señora, que es una pena que en las últimas horas haya refrescado —musitó sujetándose con cuidado el sombrero—. Con el tiempo tan agradable que nos ha acompañado durante todo el viaje...

—Si, es cierto querida. Se está levantando viento, además. Temo resfriarme. Creo que deberíamos regresar al camarote y terminar de hacer el equipaje, ¿no lo crees así, Mariví?

Mariví asintió, dejando escapar un suspiro imperceptible. Entendía a la perfección el contenido singular de esa frase en plural y de apariencia amable. Ella debía regresar al camarote a recoger los equipajes de ambas, ya que era su responsabilidad. Una de tantas. Llevaba casi un año al servicio de doña Carmen y aún no se había acostumbrado a su rango servil. De hecho, no estaba de acuerdo en absoluto con el giro dramático que había dado su vida, convirtiéndola en criada en vez de señora.

—Mariví, ¿te falta mucho? —Sus pensamientos se vieron de nuevo interrumpidos por el tono agudo de esa voz exasperante—. Ya sabes que demasiado tiempo aquí encerrada me roba el aliento. ¿No crees que ha sido divertido nuestro juego? Me ha encantado fingir ser auténticas compañeras de viaje entre todos estos desconocidos. ¡Una  coincidencia de lo más oportuna que tengamos prácticamente la misma talla! Casi todos te han confundido con una verdadera dama. Mi querida Mariví... ¡Sí! Definitivamente ha sido un entretenimiento muy agradable en este aburridísimo viaje. Menos mal que se terminó, ¡gracias a Dios! ¡Ay, me ahogo aquí dentro! Mejor te espero en cubierta, pero antes quítate mi vestido. No queremos que se estropee cuando cargues con las maletas, ¿verdad?

El ruido de la puerta al cerrarse enmascaró el horrible sonido que hicieron sus dientes al rechinar. ¡Qué mujer tan insoportable!

La sirena del barco la sacó de los pensamientos más retorcidos que jamás hubiera imaginado. Quedaban apenas cinco minutos para tocar tierra y, mirando a su alrededor, lo que vió hizo que se sintiera satisfecha. El desorden que reinaba hacía una hora había quedado debidamente empaquetado. Desde luego su eficiencia era incuestionable. Ahora solo tenía que ser capaz de arrastrarlo todo hasta el pasillo. Trastavillando y tras varios tropiezos, encontró a un mozo despistado que se hizo cargo de los bultos. Resuelto el problema se estiró la falda, ahuecó su pelo y presurosa corrió a reunirse con su señora.

—Mariví, ¿dónde estabas? Chica, con tu ropa te quedas en nada... Mira, ya estamos a punto de atracar. Tengo unas ganas de estar en casa... ¿tú no? En cuanto lleguemos tendrás que prepararme un baño de espuma para entrar en calor porque estoy helada... Y tan, tan agotada... ¡Mariví! Pero, ¿hacia donde miras? ¡Estás alelada! No sé si escuchas lo que te digo... 

Mariví no respondió, pues su cabeza estaba lejos de allí, en alta mar. Abstraída, observaba el agua oscura y sonreía. Su gesto, lejos de parecer risueño, ponía los vellos de punta. Sí, quizá en otra ocasión. Seguro que habría otro crucero y la señora Carmen Monegros no sabía nadar...

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