RECUERDOS


Últimamente, cuando visito a mi abuela, ya no suelo encontrarla. Sus ojos se están apagando y casi siempre miran al vacío. Poco a poco nos abandona. Desorientada. Indiferente. Como si hubiera llegado a un cruce de caminos y no le interesara encontrar la dirección correcta para llegar a casa.
Apenas sabe vestirse, abrocharse los botones de la chaqueta, sujetar una cuchara o dónde está la cocina. No se reconoce en el espejo ni sonríe cuando nos mira.

En mis ratos libres suelo quedarme a su lado, en silencio, y espero. A veces no ocurre nada, pero otras, mientras el aquí y ahora se le escurre entre los dedos, recupera episodios del pasado que permanecen intactos en su memoria. 
Habla muy bajito, casi para sí misma, en ese tono de contar secretos. Rememora, con precisión, aquellas tardes calurosas cuando todavía vivía en el pueblo y se acababa de enterar de que estaba encinta. Cómo se sentaba con Juana, en la delantera de casa, buscando la sombra. Tejían amorosas la canastilla y se refrescaban con el botijo, para terminar el día en el patio trasero. Disfrutaban del sol deslizándose por detrás de las huertas tomateras, mientras cenaban pan con queso, compartían confidencias, miedos…

Siempre contengo el aliento cuando deja de hablar y vuelvo a respirar tranquila al ver que sus recuerdos se estancan en el limbo de esos atardeceres, sonriendo a su buena amiga Juana.
Esas imágenes la dejan tranquila y me alegro por ella. Su penosa enfermedad se apiada y es selectiva, borrando los capítulos más tristes de su vida. Porque, mientras disfrutaba feliz de su estado de buena esperanza, anhelando el regreso de mi abuelo, él caía en batalla. Su compañero de regimiento fue el encargado de escribir la carta que semanas más tarde llegaría, informando de que ya nunca serían una familia.

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