MUCHACHA EN LA VENTANA




Accedí a ser su inspiración la tarde que me llevó de la mano a visitar el Teatro-Museo de Dalí, en Figueres. Debía de ser nuestra cuarta o quinta cita y yo sentía que flotaba cada vez que me miraba o rozaba mi piel con la punta de sus dedos.

Nos habíamos conocido en la playa, mientras ambos estirábamos las últimas horas de aquel verano. Él, guapísimo, asentado en una madurez fascinante. Yo, coqueta, empezando a saborear la adolescencia. A pesar de que hubiera podido ser mi padre, solo necesitó una hora de conversación para enamorarme. Me explicó que era pintor, de los de brocha fina y que, aunque no era famoso, había logrado vivir de su arte. No tardamos en intercambiar nuestros teléfonos; los dos queríamos volver a vernos. 

Rodeados de un romanticismo idílico, nuestros encuentros eran fascinantes. Paseábamos, charlábamos, bebíamos vino y, antes de acompañarme a casa, cubría mi boca de besos expertos. Con voz profunda me hablaba de los pintores cubistas, sus referentes. La pasión que sentía por Dalí era tan fuerte, que enseguida me propuso ir juntos a la ciudad que le vio nacer para recorrer sus calles y hacernos arrumacos en los bancos donde el gran artista solía sentarse. 

Fue allí, observando embelesada "Muchacha en la ventana" y escuchando arrobada sus explicaciones, cuando me sorprendió con la gran propuesta: "Sé mi musa". Halagada, accedí, por supuesto. 

La tarde que utilizó mi cuerpo para desahogarse, como artista y como hombre, un sol espléndido se reflejaba en las olas del idílico paisaje que tenía delante. Rompían en la playa relajadas, ajenas a la tormenta que se iba a desatar en unos instantes en el interior de aquella habitación de hotel.

-¿Dónde están los lienzos y las pinturas? -le pregunté con una sonrisa ingenua. 

-Primero tengo que dibujarte aquí -dijo señalándose la sien-. ¡Quítate la ropa y date la vuelta!

No sabría explicar con exactitud en qué momento me di cuenta de que no iba a pintarme. Lo que sí permanece indeleble es el dolor que sentí cuando atravesó mi último resquicio de niñez, junto a la imagen del cuadro con el que me prometió que, como ella, yo también sería eterna.

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