A ROSA


 Me llamo Ana y soy maestra.

Cuando repaso mi vida, a menudo pienso que esta profesión, vocacional sin duda, la llevaba impresa en mi código genético (dos de mis tías se dedican a ello). O quizá se gestó, lentamente, durante los ocho meses que estuve en el vientre materno. A lo mejor es una idea absurda, que carece de fiabilidad científica o de la exactitud de una fórmula matemática. Sin embargo, puedo apoyar esta teoría con nuestra historia para que no resulte descabellada. Empezaré con un detalle importante: nunca estuve sola, y eso marcó el destino de mis decisiones futuras.

Nuestros padres, primerizos, nos esperaban doblemente ilusionados. Es verdad que cuando oyeron la palabra mellizas, su mundo se puso patas arriba. Mi madre, a la que rara vez se le iluminan los ojos, disfruta recordándolo y lo revive con una ilusión que demuestra que en cuanto se recuperaron del susto, ya no se hubieran conformado solo con una.

Al principio, repartieron equitativamente su tiempo: tomas, cambios de pañales, carantoñas. En torno al primer año, empezaron a sospechar incrédulos, más tarde certeros, que algo no iba bien del todo. Eran capaces de verlo y además les llegaban las opiniones de terceros, cada vez más hirientes e innecesarias. Sé que sufrieron muchísimo.

La evidencia fue ganando terreno y empezó un peregrinaje de hospitales y especialistas con Rosa. El diagnóstico, aunque se intuía y nos atrevíamos a nombrarlo en casa, tardó varios años en confirmarse. Mi hermana melliza tenía TEA.

La noticia sumió a nuestra familia en un duelo que nos hizo pasar por todas sus fases. Con los años lo recuerdo como una especie de hibernación: empezó en otoño y duró hasta primavera. El tiempo que tardamos en asumir que no todos los regalos vienen envueltos.

Fue un giro para el que ninguno estábamos preparados. Cada uno de nosotros se esforzó por encontrar la manera de afrontarlo. Mi padre trabajaba sin descanso, se evadía y aportaba los ingresos extras necesarios. Mi madre se llevó la peor parte. Intentaba llegar a todo sin éxito. Muy exigente con ella misma, quería abarcar en tiempo récord todo lo que se había estudiado y escrito sobre el mundo desconocido en el que habitaba mi hermana.

Y yo me quedé con los minutos que les sobraban a sus horas. Me volví una niña silenciosa y lenta a propósito. Descubrí que era la mejor manera de estar cerca de Rosa. Que de vez en cuando me viera e invitara a participar en sus juegos secretos. La observaba como una estatua, seguía fascinada su mirada perdida. La acompañaba sin molestarla. ¡Cuánto me enseñaba todos los días!

Podría haber sido un hecho traumático, haberme sentido desplazada, desatendida pero no fue así. Mi amor por ella era ilimitado, la admiración que sentía crecía con cada uno de sus pequeños logros. Íbamos juntas a sus terapias, agarradas de la mano. Me hizo de guía y conocí a cientos de niños que necesitaban ayuda para reclamar su lugar en el mundo. 

Hace dos años que terminé la carrera, uno que saqué la oposición y, como contaba al principio, soy maestra. Elegí ser profesora de Educación Especial. Hoy me dedico a ayudar a crecer a mis alumnos maravilla y sigo al lado de Rosa, la verdadera heroína de esta historia. Sin querer, dirige con su sabiduría mi camino porque gracias a ella empezó todo. Es mi inspiración diaria, mi hermana y mi mejor amiga.

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