ISABEL Y FERNANDO
Fernando llegó a la capital con ganas de comerse el mundo, pisando con firmeza el asfalto, lo que no evitó que, en su primer contacto, lo invadiera una sensación de pánico ante aquella inmensidad. Se apeó del coche de línea aturdido y algo mareado. Recogió su equipaje del maletero y, consultando la dirección que llevaba apuntada en un papel sudado caminó, con más dudas que verdades, al hostal que le habían recomendado. Deseaba instalarse lo antes posible, porque esa misma tarde se encontraría con el destino que llevaba tanto tiempo planeando. Tenía confianza en la misión gracias a una recomendación que traía debajo del brazo. Julián, el párroco, moviendo algunos contactos de su época en el seminario, le había conseguido una entrevista para regentar la portería de un edificio en el barrio Salamanca. Su hogar provisional, de ventilación dudosa y limpieza ausente, no le hizo perder de vista su objetivo. Procedió a asearse concienzudamente, como si le fuera a pasar revista una madre, para