ISABEL Y FERNANDO


Fernando llegó a la capital con ganas de comerse el mundo, pisando con firmeza el asfalto, lo que no evitó que, en su primer contacto, lo invadiera una sensación de pánico ante aquella inmensidad. Se apeó del coche de línea aturdido y algo mareado. Recogió su equipaje del maletero y, consultando la dirección que llevaba apuntada en un papel sudado caminó, con más dudas que verdades, al hostal que le habían recomendado. Deseaba instalarse lo antes posible, porque esa misma tarde se encontraría con el destino que llevaba tanto tiempo planeando. Tenía confianza en la misión gracias a una recomendación que traía debajo del brazo. Julián, el párroco, moviendo algunos contactos de su época en el seminario, le había conseguido una entrevista para regentar la portería de un edificio en el barrio Salamanca.

Su hogar provisional, de ventilación dudosa y limpieza ausente,  no le hizo perder de vista su objetivo. Procedió a asearse concienzudamente, como si le fuera a pasar revista una madre, para acudir a la cita. Mirándose al espejo, con su americana raída, dos tallas más grande, el reflejo le devolvía la imagen de un paleto. No le iba a quedar más remedio que adornar su atuendo con un porte erguido, añadir la mejor de sus sonrisas y, de paso, rezar un padrenuestro.

Durante el trayecto en el metro, próxima estación, su nueva vida, se distrajo recordando a la mujer que acababa de dejar atrás. El origen de todos sus planes. Isabel, un nombre lleno de notas musicales que, cuando la llamaba, le hacía cosquillas en la punta de la lengua. Sus ojos preciosos, el pelo castaño, suave, la piel inmaculada y un único defecto: ser la hija de su patrón, inalcanzable para un simple jornalero, hijo de un pastor. ¡Maldita su estampa! Y, sin embargo, qué fortuna la suya, ya que se amaban con locura.

Su relación estaba condenada, desde el comienzo, al peor de los fracasos, a no ser que consiguiera labrarse un futuro brillante, paradójicamente, lejos del arado y de los campos. Quizá, si regresaba con los bolsillos llenos de duros, don Aniceto no lo mataría y le daría su mano.

En ese vagón subterráneo, rodeado de olores rancios, notó como le sudaba el cuerpo, aferrado a un barrote oxidado. Apurado, mirando a los lados, se estiró bien la chaqueta para disimular su entrepierna. La boca se le hizo agua y tuvo que tragar saliva para no atragantarse, al revivir la última tarde que había pasado con ella. Sin planearlo habían llegado demasiado lejos en la despedida. En un arrebato romántico, prometió solemnemente que no la olvidaría por ninguna mujerona de ciudad, a lo que ella respondió afanándose de rodillas, transformando su encuentro en algo inolvidable. Al anochecer, satisfechos, escuchando cantar a las chicharras, Isabel le explicó risueña el juego que iba a practicar durante su ausencia. Cada día que estuvieran separados, cortaría con sus tijeras una tira de tela y la anudaría en las ramitas del árbol donde yacían apoyados. Le daría tiempo para regresar hasta que no cupieran más lazos. Ni un día más.

Fernando no pudo evitar angustiarse. No sabía si sería capaz de lograrlo. Pero ella, picarona, depositando un beso húmedo en sus labios, le dijo susurrando:

-Cariño, tú eres extraordinario. Una verdadera joya, tan difícil de encontrar, como una aguja en un pajar.

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