RECUERDOS


 Cuando me vuelvo valiente durante un rato y decido echar un vistazo al pasado, el recuerdo que tengo de la llegada al que sería nuestro nuevo hogar, permanece borroso en mi vieja memoria. Y no es porque el pasado poco a poco se vele, tornándose amarillento, sino porque lo viví tras unos ojos llenos de lágrimas y miedo a la oscuridad, que en aquella época todo lo eclipsaba.

El carro, con las escasas pertenencias que teníamos, era un milagro que nos hubiera acompañado hasta allí. Llevaba recorridos, en sus desvencijadas ruedas, infinitos kilómetros y caminos porque a menudo salíamos huyendo. En aquella ocasión fui plenamente consciente del peligro que siempre nos rondaba. Del significado verdadero que tenían aquellos adioses con nocturnidad y alevosía. De algunas certezas apabullantes: la imposibilidad de desandar lo andado y volver quizá algún día al punto de partida.

Mis hermanos y yo nos agarrábamos fuerte las sudadas y resbaladizas manos en un intento individual, valiente por darnos ánimos, sentirnos acompañados. Solo la chorlito de mi hermana María era capaz de hacer alguna broma susurrando, aludiendo a vecinas vestidas de urracas dándonos la bienvenida.

Lo que sí puedo sentir, como si fuera ayer, son mis piernas entumecidas, trémulas, después de varios días encogidas por el viaje. El golpe seco al saltar por primera vez a aquel suelo asfaltado, acostumbrada hasta entonces al polvo y la paja en las suelas. El calor pastoso, sofocante, sin el brillo del sol de mis anteriores casas, que dejaba acartonada la ropa tendida. La sed, que sed tan grande. Y todo el hambre acumulado en esos años. Pero, por encima de esas angustiosas sensaciones, permanece en mi recuerdo el sonido de aquellas notas musicales. Se escapaban de alguna ventana abierta y flotaban en el aire, atrapadas por el bochorno. Entonces me sirvieron de bálsamo y consuelo ante el futuro incierto que teníamos por delante.

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