Concurso #HistoriasDePioneras CARLOS, CARLA


 La primera y única mujer que consiguió que cayera rendido a sus pies se llamaba Carlos y era mi vecino. Decir que éramos amigos sería mentir, porque nunca tuvo ninguno en el pueblo. Pequeño y estrecho en todos los aspectos imaginables, ni cabían los coches grandes por las calles ni se les hacía un hueco a las personas que no se sintieran parte del rebaño.

Creció bajo el mismo sol, respirando el mismo aire que el resto, pero algo tuvo que pasar en el vientre materno; quizá algún fallo de fabricación en la cadena de montaje porque, en cuanto tuvo uso de razón, descubrió angustiado que no tenía nada que ver con ese tal Carlos reflejado en el espejo.

Llamaba la atención paseando con su madre de la mano, su forma de moverse. En el parque, apartando con indiferencia sus juguetes, nuevos e impecables, para acercarse a observar curioso y envidioso a las niñas, empujando amorosas sus carritos de bebé. Las señoras, maliciosas, murmuraban dándose codazos. Pertenecíamos a una época en sepia, en la que los Reyes Magos a los chicos nos traían coches y balones y a las chicas cocinitas y muñecas. Solo existían, conviviendo enfrentados, los azules y los rosas y, al igual que en las guerras, jamás se perdonaba a los desertores o a los que cambiaban de colores.

Sin embargo, verlo crecer y metamorfosearse fue la experiencia más asombrosa y espléndida a la que yo he asistido en mi vida. Un auténtico golpe de efecto en ese lugar que olía a vaca, oveja y naftalina. Nunca tuve ninguna duda. En aquel cuerpo masculino latía el corazón de una mujer, aun llevando un abrigo equivocado. La fuerza y la seguridad que desprendía. La pasión, el ímpetu que le puso a la misión de dejar atrás la envoltura que le estrangulaba. Pudo haberse conformado con una existencia mediocre: pantalones y camisas de puertas para fuera; vestidos y sostenes en la alcoba. Un destino lleno de mentiras y vergüenzas. Pero eligió ser valiente para aspirar a lo que anhelamos el resto: alcanzar dosis aceptables de felicidad en el terreno de juego.

Cuando se marchó para arreglar el desaguisado que se había producido en su concepción, la mayoría creyó que sería para no volver y respiraron aliviados. Querían a ese bicho raro lo más lejos posible. ¡Que se fuera con sus rarezas y depravación donde no lo vieran! Pero, cuando las lenguas viperinas habían perdido su filo y los almendros estaban en flor, regresó. Lo hizo con botas de cuña, medias de nailon y un escote que cortaba la respiración. Reclamaba con una presencia magnífica, como una reina, que nadie le iba a quitar el trono en su trocito de mundo. Se negaba a ser recordada como la gota que colmó el vaso del oprobio en aquellas tierras. Escogía la valentía de hacer justicia con su identidad y ser la encargada de poner el primer grano de arena en una nueva montaña: la del respeto a las diferencias y la libertad. Costara lo que costara, abriría el camino a futuras generaciones para que fueran lo que les apeteciera: divorciadas, lesbianas, madres solteras o cabareteras.

El día que los hizo enmudecer a todos, antes de que estallaran en comentarios al salir de su estupor cateto, entró decidida en el bar donde yo trabajaba. Guiñándome un ojo extendió su mano y me dijo:

-Javier, ¿me pones un café? Creo que aún no nos han presentado. Me llamo Carla.

Desde entonces, he perdido la cuenta de los que le he servido, con leche templada y sacarina, a la que ahora es mi mujer.

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