LA HORA DEL PLANETA


 Recogió todo lo necesario metiéndolo con precisión quirúrgica en el maletín. Cada elemento en el compartimento adecuado: las jeringuillas, los tubos, los viales y las tijeras; alguna compresa, gasas estériles y los acumuladores de frío para mantener óptima la temperatura del contenido. 

Después de un momento de alivio rápido en el baño, con la soltura y la maña que da la costumbre, se vistió con el equipo de protección individual, reservado especialmente para la ocasión. Mirando a su alrededor por última vez, respiró profundamente. Abandonaba, expectante, el laboratorio en el que llevaba encerrado desde hacía un año. Por fin iba a ser capaz de curarlos a todos. Terminaría así con la pesadilla del milenio y vería recompensadas las lágrimas, las horas de trabajo, las noches de insomnio. Años de sacrificios, de estudios e investigaciones y una corazonada de última hora, habían obrado el milagro. Sin embargo, no se sentía dios. Tan solo un simple científico que amaba más al prójimo que a sí mismo y que protegería con su propia vida, si hiciera falta, el tesoro que llevaba aferrado de la mano.

Al pisar la calle, desierta, con sonidos de ultratumba, un ligero mareo lo hizo tambalearse. Tuvo que apoyarse en la pared más cercana para recuperar la estabilidad y no terminar en el suelo. La falta de contacto con el exterior durante aquellos meses le provocaba náuseas y le revolvía todo el cuerpo, pero sabía que en unos minutos su organismo se aclimataría al medio. Caminó con precaución pero sin perder firmeza y apremio. Tenía que llegar cuanto antes al primer objetivo: el árbol centenario de la plaza del ayuntamiento. Cuando lo vio, una energía de otro mundo, desconocida para alguien aséptico como él, circuló por sus venas, ¿sería tal vez esperanza?

Depositando con cuidado el instrumental en el suelo, en unos minutos lo tuvo todo listo. No vaciló. Preciso, sin que le temblara el pulso, clavó la aguja en el viejo tronco de su amigo e inoculó la totalidad del líquido. Al terminar de inyectar la última gota, una felicidad plena nubló sus ojos. Le entraron ganas de arrancarse esa ropa maldita que le asfixiaba las alegrías; de cantar y bailar alrededor del olmo, como un indígena cuando se entrega a la danza de la lluvia en la selva.

Pero ya tendría tiempo para celebrarlo. Si todo salía bien, la vida entera. Porque todavía existían millones de ellos enfermos, algunos moribundos. Le quedaban semanas, meses de trabajo incansable por delante y no podía perder ni un segundo. Con la sonrisa satisfecha del que tiene la solución a un problema, se puso de nuevo en marcha.

El siguiente objetivo: los de noventa que poblaban la ribera.

Comentarios

  1. Un relato exquisito. Lleno de sensibilidad y conciencia natural. Muy bien expuesto y llevado hasta ese final. Felicidades.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

FELIZ NAVIDAD, PEQUEÑA

CARTA DE DESPEDIDA

LOS BESOS GUARDADOS