SAMARA


 Esta mañana, mientras leía el periódico, un escalofrío me ha dejado helada.

Conocí a Samara hace años, cuando éramos niñas. Reconozco que no fuimos amigas, incluso dudo que ella tuviera alguna verdadera. Sin embargo, su llegada marcó un antes y un después en el barrio donde vivíamos porque allí nunca ocurría nada extraordinario.

Apareció un buen día en nuestro entorno anodino, descafeinado, vulgar, cuando cursábamos sexto, rescatándonos del aburrimiento. Era exótica, fresca, totalmente distinta a lo que habíamos visto hasta ese momento; alta, rubia, guapísima. Vestía ropa de marca, siempre a la última moda. Además, sacaba buenas notas y era simpática, extrovertida, con un puntito extravagante... en definitiva, lo tenía todo para convertirse en la reina del baile.

Samara conseguía enfrentar nuestros sentimientos infantiles. No nos importaba regalar nuestros tesoros más preciados para conseguir sentarnos junto a ella, pero después tampoco podíamos evitar criticarla y odiarla a sus espaldas. Eso sí, todas nos hubiéramos cambiado por ella sin dudarlo.

Llegaron esos años adolescentes, inseguros, en los que mirándonos en el espejo solo nos encontrábamos defectos: curvas mal repartidas, granos en la cara. Mientras éramos patitos feos, Samara se convertía delante de nuestras narices en una mujer despampanante. 

Evidentemente, la infancia y las revoluciones hormonales son miopes; solo nos dejan ver lo que hay de puertas para fuera. Lo de la belleza está en el interior no entraba en nuestros cánones. Preferíamos rendirle pleitesía a lo superficial de las personas. Quizá, si nos hubiéramos molestado en ver más allá de su popularidad, asomándonos a su mirada, parándonos ante la curva de su sonrisa, habríamos descubierto que eso que tanto le envidiábamos, era mentira. Una simple fachada con la piel muy fina.

Años después, un escándalo nos mostró la amarga realidad de su vida y nos obligó a madurar de golpe. Al padre de Samara lo detuvieron por unos supuestos delitos pederastas. Sin delicadeza ni filtros, se airearon los detalles más escabrosos de aquella "familia modelo", quedando expuestos los que hacían referencia a la víctima cero: su hija.

A partir de entonces asistimos en silencio, pasivos, al declive del cisne. Se fue marchitando, poco a poco, ante nuestros ojos incrédulos, espantados. Cuando empezó a fracasar en los estudios, se empachó de alcohol, drogas y malas compañías, progresivamente se fue desvaneciendo del paisaje cotidiano y la fuimos olvidando.

La última vez que la vi estaba borracha, casi inconsciente, sentada en una acera. Aparentaba cien vidas y, una lástima incómoda a la que no tardé en dar la espalda, se instaló durante mi paseo. En ella no quedaba ningún rastro de la luz con la que nos deslumbraba, ni siquiera la suficiente para proyectar su propia sombra. Desgraciadamente aquella tarde la vergüenza, las prisas, me impidieron ayudarla y hoy, el remordimiento me devora al leer su esquela. ¿En qué me convierte eso como persona?

Comentarios

  1. Impresionante relato por la crítica social desde dentro, formando parte, presentándose como partícipe de lo criticado y mostrándose como culpable de la putrefacta superficialidad de la sociedad. Mirada reversible, como las grandes historias, y consecuente autocrítica muy acertada y necesaria. Bien utilizada la voz de tus letras para reivindicar nuestras miserables imperfecciones. Vamos camino de convertirnos en seres asépticos y tal vez la cruda realidad nos despierte de este letargo. El tramo final es esplendoroso. Gracias.

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