DE COLORES


El hombrecillo abandonó la garita y acercó la linterna a la carpeta. Tenía un trabajo que la mayoría de la gente rechazaba porque no querían vivir rodeados de muertos, pero el silencio de los inquilinos resultaba un bálsamo para su naturaleza introvertida. Pudo constatar, de un vistazo, que en el cementerio que vigilaba desde hacía cuarenta años ese día se habían enterrado seis cuerpos.                

Aunque la noche era oscura, sin luna ni estrellas, no necesitaba luz para moverse entre las tumbas. Conocía de memoria cada pasillo, panteón o recoveco. Podía recorrer con los ojos cerrados cada centímetro del camposanto sin sufrir ningún tropiezo. Apretó el paso, alumbrando los papeles donde figuraban los datos: tres señores octogenarios, una señora de sesenta y dos jóvenes que rozaban la veintena fallecidos en un accidente de tráfico. Empezaría con ellos pues sabía que los habían colocado juntos. Por lo visto, eran dos tortolitos enamorados.

En ese preciso instante, el reloj del campanario dio la medianoche y un pajarraco graznó ronco a lo lejos. Rápidamente sacó de la bolsa un frasco, desenroscó la tapa y lo dejó con cuidado entre los nichos de Ana y Javier. Después, se alejó unos pasos por respeto. Al rozarle la nuca una suave brisa cargada de electricidad, supo que ya había ocurrido y procedió a sellar el recipiente. 

La misma operación tuvo lugar en las cuatro moradas siguientes.

Regresó a su casucha y levantó la trampilla que ocultaba una alfombra deshilachada. Escondía unas escaleras que terminaban en el sótano. Allí, una lámpara de luz amarillenta daba a la estancia un ambiente espectral, reflejando en las paredes un mosaico de colores. Parecía un caleidoscopio regalando magia desde cientos de cristales: blancos, rojos, negros, azules. Todos ellos encerraban en el interior la tonalidad del alma de sus portadores.                                                                         

La estantería recibió a los nuevos inquilinos, excepto a la parejita. Para ellos prepararía un sitio especial sobre la peana. Era la primera vez que reunía dos esencias incorpóreas y sentía curiosidad, ¿se entrelazarían los pigmentos creando uno nuevo? ¿Girarían sobre sí mismos sin llegar a mezclarse?             

Estaba emocionado. Si de esa unión obtenía un color nuevo, podría aspirar a conseguir lo que llevaba años soñando como alquimista de lo etéreo. Un desastre natural o un accidente multitudinario le proporcionarían material suficiente para guardar el arco iris en un frasco.

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