ISLA DRAGÓN


La noche se presentaba clara gracias a la presencia de la luna. Ismael permanecía despierto en su habitación, peleando contra el sueño que se empeñaba en acosarlo. Tapado con una sábana ligera, escuchaba atentamente algún tipo de señal. De pronto, un ligero aleteo en el exterior lo hizo sonreír y levantarse de un salto. 

Sigiloso, se acercó a la ventana para abrirla, lo justo para pasar por ella. Fuera ya estaba esperando Hyedra, su mejor amiga. Con cuidado, para no resbalar en el alféizar, se subió a su lomo aterciopelado y sujetándose fuerte al pelaje del cuello, emprendieron el vuelo.

El viaje siempre era la parte más emocionante de la aventura. Surcar los cielos y los mares. Atravesar nubes, nieblas, brumas. Rebasar a toda velocidad el velo invisible que los separaba de la isla. Aquel lugar mágico, que no aparecía en los mapas, en el que siempre era de día.

El aterrizaje fue perfecto, como si la dragona patinara sobre hielo en vez saltar encima de una playa. Casi sin aliento, por las carcajadas que le había producido sentir la brisa en el rostro, puso sus pies desnudos sobre la arena. La notó templada, perfecta y le hizo cosquillas entre los dedos. Un sentimiento de felicidad tan grande que no le cabía en el cuerpo, lo llenó por completo. Tenía por delante varias horas de diversión sin límites: carreras vertiginosas por la pendiente para terminar chapoteando en el agua, escalar por los árboles y columpiarse entre sus ramas, probar frutas deliciosas, dulces, con sabor a gominola. 

Se sentía como un Robinson intrépido, sabiendo que nada malo podía ocurrirle. Él era el único invitado en este paraíso y sus habitantes, los dragones brillantes, sus mejores amigos. 

Para llorar y tener miedo ya existía en su vida el colegio. Allí campaban a sus anchas los auténticos monstruos. Los que acechaban detrás de cada esquina para perseguirlo con insultos, patadas y puñetazos.

Un trueno, tan suave como el crujir de la cáscara de un huevo, le hizo levantar la mirada. Colocó su mano en la frente, a modo de visera. El sol coronaba en todo momento el único monte. Un volcán que, al menos una vez en cada visita, entraba en erupción provocando un temblor tan divertido en el suelo que le hacía partirse de risa. Entonces, bajaba por la ladera a toda velocidad un río de lava chocolateada, templada y espesa en la que mojaba trocitos de mango, fresas o, directamente, la lengua. 

Hyedra, Igor y el resto de la manada lo contemplaban extasiados. Jamás habían visto a ningún niño disfrutar tanto, y ya eran muchos a los que habían rescatado de las garras de los malos. Abusos, explotación, hambre, abandono. Pero él era especial. Aún conservaba intacto el brillo en los ojos. Quizá no fuera demasiado tarde y hubieran llegado a tiempo para salvarlo. Su corazón y su alma permanecían puras y transparentes. La negrura no se le había comido por dentro.

Una flor con forma de campanilla les alertó. ¡Tilín, tilón! Debían emprender el regreso. Mañana, mientras todos descansaran, volverían de nuevo a buscarlo.

Minutos después, Ismael se metía en la cama bostezando. Antes de quedarse dormido, pidió un deseo: que ojalá su hermanita pequeña nunca tuviera que acompañarlo.

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