LA BELLA AURORA


Aurora sale de la ducha, se seca con suavidad el cuerpo y cepilla sus cabellos dorados. El perfume que le regalaron en navidad acaricia sus sentidos: unas gotitas en el cuello y las muñecas son suficientes.      Sobre la cama descansa el camisón de satén que, segundos después, pasa a formar parte de su piel. Se siente limpia, purificada, aunque es consciente de que esa sensación no tardará en desaparecer. Lleva toda la vida preparándose, sabiendo con certeza que nació para este momento. Años de lágrimas, de sentirse imperfecta y rechazar la imagen deforme que le devuelve el espejo. Médicos, psicólogos, ingresos.   Acaba de cumplir los cuarenta y se prometió a sí misma que no los rebasaría.                               Sentándose en el lado derecho coge el bote y con un movimiento preciso vuelca el contenido sobre la mano. Una a una pasan por su garganta, acompañadas de largos tragos de Smirnoff.                                  Se tumba. Tiene mucho sueño y flota. La última imagen acuosa que enfocan sus ojos es la de su foto de boda. Hacían buena pareja.

El final de la jornada laboral lo devuelve a casa cansado. Trae en su mente dos cosas: ponerse las zapatillas y besar a su bella Aurora. ¡Ay, si ella fuera capaz de verse a través de su mirada!                        Lo recibe un silencio sepulcral que le eriza el vello. Sin quitarse la chaqueta corre por el pasillo sabiendo que lo ha hecho.

¡No, no, no...!

La besa una y otra vez en los labios en un intento de traerla a su lado, pero él no es un príncipe azul. Solo es su marido, el hombre que más la ha querido.

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