ELLA


 

Anoche volví a soñarla. Su cabello era negro azabache, largo, liso, suave. Resplandecía en medio de la multitud que nos rodeaba, convirtiéndola en inalcanzable, lejana. Tan bella... Intenté llamar su atención, primero susurrando un nombre inventado, después gritándolo febril, pero sabiendo con certeza que sería inútil. No me escucharía, como había ocurrido en tantas ocasiones; tampoco se giraría, lo cual tornaría ese momento delicioso en pesadilla. Me desperté agitado, con la respiración entrecortada. Mis lágrimas y un sudor pegajoso empapaban las sábanas que yacían exhaustas tras el envite de ese desvarío.

Nunca la he perdido, porque jamás ha sido mía. Un detalle insignificante que mantiene mi alma en vilo, siempre alerta. La única razón por la que aún no se ha enamorado de esta encantadora sonrisa, mi personalidad arrolladora o de los ojos claros que la esperan cada día, reside en que desconoce mi existencia. Sin embargo, yo la deseo en cada uno de los segundos que respiro y durante todos los minutos que vivo, anhelando que, por fin, me encuentre y se mantenga a mi lado. 

La he imaginado despierto e invocado dormido. Rubia, alta, baja, morena o pelirroja, me es indiferente, pero dulce y sonriente; también ardiente, apasionada. Una valiente temeraria dispuesta a entrelazar sus manos con las mías para recorrer juntos, bajo el sol abrasador o empapados de agua y de tormentas, cada cruce de caminos. La he buscado con la razón y en cada uno de los delirios que me martirizan, bajando atropellado los peldaños que a menudo me destierran a las catacumbas del desespero, para subirlos después, nublado de esperanza, hasta la torre más alta del castillo. Porque ese es el lugar donde habitan las princesas y ella es la protagonista de este cuento. Mi preciosa compañera. Soy un romántico empedernido, lo sé. Un hechicero desesperado por descubrir el elixir que la enrede entre mis brazos.

A pesar de atravesar momentos de flaqueza no cejo en mi empeño, pues soy un hombre cargado de paciencia. Al fin y al cabo, si existe la justicia divina o el destino decide soplar enamorado sus polvitos mágicos, sé que la terminaré encontrando. Ella, la joya de la corona. La mujer de mi vida. Solo entonces, mi espera habrá merecido la pena.

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