UNA MILÉSIMA DISTRAÍDA





El sonido de la lluvia al caer, repiqueteaba monótono sobre el tejado de uralita mientras recorría los pasillos agarrada de la mano de su abuela. Disfrutaba de ese maravilloso momento en el que aprendemos a juntar nuestras primeras palabras, con la curiosidad intacta del que descubre un universo paralelo: el de las combinaciones de letras que se convierten en algo asombroso. Arroz, fideos, tomate, caramelos... Se detenía ante cada estantería para saciar su sed de conocimiento, poniéndose de puntillas cuando no conseguía distinguir los trazos impresos. Abstraída como iba, consiguió desprenderse del entrelazado protector durante una milésima distraída de segundo, para acudir al reclamo de un anaquel estratégicamente situado. Consiguió llamar su atención gracias a las cajas brillantes que exponía, verdes, azules y amarillas. 

Él acechaba como lo hacen las bestias salvajes, afilando sus sucias garras, paciente, esperando disuadir con cantos de sirena a su presa indefensa. El tiempo que tarda un pajarillo en elevar el vuelo, fue suficiente para robarle la sonrisa y la inocencia. Ella nunca recordaría esas facciones animales ni la fuerza de aquel cuerpo; solo lograría evocar el olor nauseabundo del tabaco y su aspecto de vaquero.

La vida se tornó enemiga y las pesadillas poblaron sus descansos. Rondaban libres por su mente, de noche y de día, sirviéndose de cualquier grieta para dejar paralizado su espíritu. El sudor, un temblor descontrolado y naúseas, acompañaban a unos episodios de miedo atroz que se repetían sin cesar. Cualquier detalle servía de detonante: el humo de un cigarro, las gotas golpeando en la ventana, un paquete de galletas irisado o el sombrero de su padre descansando sobre la cama. 

De adulta tampoco pudo yacer con ningún hombre ni llevar una existencia serena; contemplar las puestas de sol o enfrentarse a las tormentas; no logró leer de manera fluida y jamás hizo la compra en ese supermercado. 


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