BON VOYAGE


Caminaba encogido, cubriéndose con el sobretodo hasta la cabeza y mirando hacia los lados, como si temiera que algo o alguien se le echara encima. Se sentía un fugitivo y de algún modo lo era.

La mañana nublada, húmeda y fría, típica de febrero, apenas asomaba cuando llegó a la estación del Norte muerto de sueño pero sintiéndose más despierto que nunca. A pesar de la hora intempestiva, una muchedumbre ojerosa, arrastrando sus enseres, ocupaba el vestíbulo. Observaban con miradas bovinas los carteles, las salidas, las entradas, los andenes… en un intento de entender el galimatías que se desplegaba ante ellos.

José, intimidado, sujetaba con fuerza su maleta. No por miedo a que se la robaran, pues el dinero lo llevaba a buen recaudo, sino como un acto reflejo en el que volcar todos sus nervios: los malos y los buenos.

Unos le hacían elevarse y sentirse invencible. Capaz de enfrentarse a todo aquel que se le pusiera por delante. Los otros le hacían cuestionarse, seriamente, el triunfo de ese plan descabellado. Sin embargo, habían preparado tan concienzudamente su huida, que no podía salir mal. Sabía la hora exacta a la que salía el tren expreso rumbo a París sin consultar los billetes: las 7:00. El andén tampoco tenía pérdida pues era el único reservado a los destinos europeos.

El día que decidieron marcharse, sin hacer partícipes a sus respectivas familias, eligieron la ciudad francesa por parecerles hermosa, moderna y cuna de artistas. Al fin y al cabo, Isabel aspiraba a ser pintora, y él, con tal de verla feliz, tanto le daba ir a una ciudad que a otra. Para ellos, que jamás habían salido del barrio, suponía todo un desafío. La soñaban gracias a los posters que decoraban el vestíbulo del cine y a algún retazo de conversaciones robadas. En cuanto se instalaran convenientemente, él buscaría trabajo de lo que hiciera falta, porque sus aspiraciones eran menores y simples: solo quería vivir para siempre junto a ella.

Con mucho esfuerzo habían conseguido reunir unos ahorros en las últimas semanas, mientras ultimaban los preparativos. Lo justo para los pasajes y una habitación modesta en la que descansar unos días. Monedas sisadas a los recados, algunos trabajillos sueltos y, sobre todo, el golpe de gracia del que no se sentía orgulloso. Un robo con premeditación y alevosía, que tenía intención de subsanar en cuanto le fuera posible y que esperaba no tuviera mayores consecuencias, aunque hubiera infringido todas las normas de educación recibidas.

El enorme reloj que ocupaba la pared central marcaba las seis y media pasadas. Su amada estaría a punto de llegar. Decidió apartarse a un lado para hacerse invisible, aunque desde esa perspectiva observaba perfectamente las puertas de acceso. Esa posición le permitiría pasar desapercibido lo cual era de lo más conveniente y, al mismo tiempo, la vería sin problemas. Estaban tan cerca de alcanzar su objetivo que no podía parar quieto. Cada una de sus terminaciones nerviosas brincaba de expectación anticipada. Deseaba con todo su corazón que nada se torciera en el último momento. 

La espera se fue convirtiendo poco a poco en angustia al mirar cómo iban pasando uno a uno los segundos, en esa cuenta atrás agonizante. ¿Por qué no había llegado todavía? ¿Quizá se habría arrepentido? ¿Su amor no era verdadero? Si así fuera, no podría soportarlo. 

De pronto, la divisó entre un grupo de viajeros apurados que entraban en tropel, con su pelo alborotado. Aún no podía creerse tanta fortuna. La alegría y el alivio se fundieron en su rostro,  para recibirla. Ella, por el contrario, llevaba cara de susto, agitada, enrojecida seguramente por la carrera. ¡Ay, su bella Isabel! 

Levantó el brazo para intentar captar su atención, anhelando sujetar sus manos entre las suyas y abrazarla, pero debían darse prisa, les quedaban pocos minutos para cruzar el recinto y alcanzar su vagón. 

Sin embargo, su sonrisa enamorada se quedó convertida en una mueca patética cuando descubrió que su novia llegaba acompañada. Estaba todo perdido; pillados “in fraganti” en su intento de fuga. Habían estado tan cerca de conseguirlo, que las lágrimas brotaron rabiosas y su boca se torció en un intento desesperado de tragarse el sollozo.

-¿Dónde se supone que ibais jovencitos? -le increpó lívido el señor Peláez-. ¡Te llevo a tu casa ahora mismo! ¡Esta vez habéis ido demasiado lejos con vuestras travesuras! ¡Vamos! Si nos apuramos llegareis a tiempo a la escuela. Y ya verás cuando se enteren tus padres, José… 

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