INMORTAL


Nunca supe la razón por la que aquel desconocido inmortalizó a mi abuela. Pasaba por allí y, sin venir a cuento, le pidió permiso para fotografiarla tal y como estaba, preciosa, sentada frente a la entrada del bar que regentaba. 

Todavía era temprano y la calle enmudecía su bullicio de diario gracias al descanso que proporcionaban las comidas dominicales. Siempre y cuando el clima lo permitía se tomaba un respiro en la terraza antes de afrontar, con buen talante, las reuniones de señoras en torno a un mísero café o esas tertulias interminables de coñacs y habanos que los hombres estiraban hasta la hora de la cena. 

Quizá el tipo solo quiso probar el enfoque o puede que mi abuela lo deslumbrara con su encanto natural, pero, lo cierto es que días más tarde regresó para darle las gracias y obsequiarla con una copia en blanco y negro que evidenciaba su talento.

Mi abuelo también se coló en la instantánea, a pesar de no haber sido invitado, y nada habría tenido de relevante dicho acontecimiento si no fuera porque ya llevaba dos lustros yaciendo bajo tierra.

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